Esta ciudad de nombre impronunciable (a lo más que nos podemos acercar con nuestros limitados sonidos es a llamarla nom pen) fue considerada en la época de la colonización francesa como la perla de Asia. Sin embargo, décadas de conflictos armados dejaron la ciudad hecha unos zorros y sólo ahora está empezando a recuperarse. Phnom Penh es relativamente pequeña y fácil de navegar, ya que las calles están ordenadas en cuadrícula y numeradas, lo que resulta ideal para ir andando a sus variadas atracciones. Aunque si en algún momento te cansas, siempre puedes coger uno de los infinitos tuk-tuks que recorren sus calles y pitan cada vez que ven a un turista. Eso sí, más te vale saber adonde vas porque la mayoría no tiene ni idea de las calles de la ciudad y les tienes que ir dirigiendo. En esos casos, siempre es una alegría saber que has pactado el precio de antemano y que por muchas vueltas que des, no vas a pagar más.
Pasé 5 días en Phnom Penh, en los que hice un poco de todo, pero con mucha calma. Visité templos, palacios, museos, mercados y también disfruté con la compañía de Ismael y Solenne y de Joanna, la mochilera inglesa con la que había compartido aventuras en Laos y que estaba en la ciudad trabajando de voluntaria. Con ellos compartí algunas de las mejores comidas que probé en el país, incluido un delicioso plato de ternera con hormigas (eran enormes, con sus alas y todo, pero le daban un sabor excelente al plato). Los gusanos de seda a la barbacoa no me parecieron tan deliciosos, pero tampoco estaban mal del todo y, desde luego, te daban un subidón de proteínas.
En el barrio más opulento de la ciudad se encuentra el palacio real, que es una de las principales atracciones turísticas de Phnom Penh. Había que hacer una cola interminable bajo el sol para entrar y, la verdad, una vez dentro no me pareció tan impresionante. El salón del trono sólo se podía ver desde fuera y peleando por un hueco en la ventana con cientos de turistas y el suelo de plata maciza del templo más importante estaba cubierto con unas gruesas alfombras. En todo caso, y por si os lo estabais preguntando, Camboya es una monarquía parlamentaria, por lo menos, sobre el papel porque el presidente actual lleva gobernando los últimos 28 años. De hecho, hubo elecciones un par de semanas antes de mi visita y los grupos opositores todavía estaban organizando protestas.
El nivel de corrupción es tal en Camboya que me contaron que hasta los alumnos tienen que sobornar a los profesores de las escuelas para aprobar los exámenes, y de esta manera complementan sus paupérrimos sueldos. En esferas más elevadas, los funcionarios son la élite social y resulta sorprendente verlos conducir coches de gran cilindrada. No he visto en mi vida tantos Lexus RX300 (los de la foto) como en este país. No existen vehículos intermedios, o tienes ese cochazo o una motillo.
Por otro lado, la gente es súper-sonriente y no tienen el mismo sentido del ridículo que nosotros. Lo mismo van en pijama que se ponen a hacer aerobic en mitad de la calle. El instructor monta los altavoces en una plaza, pone la música y comienza la clase, a la que se va apuntando quien quiera, aunque normalmente son mujeres de mediana edad. ¡Todo un espectáculo!
Sin embargo, lo que más me impactó de mi visita a la capital de Camboya fue aprender sobre el régimen de los jemeres rojos. Se me pone la piel de gallina sólo de pensarlo. No quiero aburriros demasiado con esta terrible historia, pero no puedo dejar de contaros aunque sólo sea un breve resumen. El partido comunista de Camboya, cuyos miembros fueron denominados jemeres rojos, llegaron al poder en 1975, tras 5 años de cruenta guerra civil, que se entrelazó con la guerra de Vietnam. Gran parte de la población apoyó la revolución y, de hecho, cuando tomaron Phnom Penh fueron recibidos como héroes, pero poco les duró la alegría por la victoria a los camboyanos, pues los jemeres rojos instauraron un sistema de terror y control total que en tan sólo 4 años causó la muerte, directa o indirectamente, de aproximadamente el 25% de la población (unos 2 millones de personas), en lo que sin duda es uno de los mayores genocidios de la historia.
Los jemeres rojos se definían como maoístas, pero llegaron a unos extremos que no se habían visto en ninguna otra parte del mundo. Pusieron en marcha unas ideas peregrinas con el objetivo de alcanzar su sociedad perfecta, compuesta en exclusiva por campesinos y trabajadores de fábricas analfabetos (hay que decir que los líderes pertenecían a la clase burguesa y habían estudiado en su mayoría en Francia). De esta manera, su primera medida fue desalojar las ciudades y mandar a todo el mundo a unas comunas en el campo, para que cultivaran arroz día y noche. Se separó a las familias, a la vez que se abolía la propiedad privada y se cerraban las escuelas y los templos. Cambiaron el nombre del país, ahora sería la República Democrática de Kampuchea (hay que ver cómo les gusta el nombre democrático a las dictaduras), y dividieron a la población en 2 grupos, los campesinos de pura cepa y los que habían vivido en las ciudades, que nunca llegarían a ser ciudadanos de primera. Si alguien era sospechoso de haber sido funcionario en el anterior régimen o de tener estudios (por ejemplo, por llevar gafas), era enviado a alguna de las prisiones, como la de Tuol Sleng (ó S-21) en Phnom Penh. En esta antigua escuela, que ahora acoge un sobrecogedor museo del genocidio, se torturaba a la gente hasta que confesaba sus crímenes contra el régimen y delataba a sus vecinos. De las 20.000 personas que pasaron por allí (incluyendo a niños y mujeres), sólo 7 salieron con vida. Se trata de un lugar espeluznante, donde además de poder ver las celdas y las salas de tortura, se conservan fotos y fichas de cada uno de los reclusos porque los jemeres rojos serían unos hijos de puta, pero eran bien ordenados y llevaban un registro de todo.
La paranoia del régimen pronto se disparó y comenzaron a ver enemigos por todas partes, de tal manera que mucha gente que había luchado por la revolución e incluso altos cargos fueron arrestados. La purga no se quedaba en los supuestos traidores, sino que la política del régimen eran eliminar a toda su familia, con el objetivo de evitar posibles venganzas futuras. Las prisiones no tenían la capacidad para matar a tanta gente, así que los reclusos eran llevados a campos de exterminio, creados para tal efecto. A unos 15 kilómetros de Phnom Penh se encuentra el campo de Choeung Ek, que puede visitarse, aunque resulta imprescindible llevarse el paquete de kleenex porque es casi imposible contener las lágrimas. Una excelente audioguía te va contando todas las atrocidades que se cometieron allí, desde que se asesinaba a la gente con un golpe de azada en la cabeza para no gastar balas hasta que estampaban a los bebés contra un árbol hasta reventarlos y luego tiraban los cadáveres a un pozo. Resulta difícil imaginar que en este idílico lugar (no quedan apenas restos de las fosas comunes) ocurrieran cosas tan terribles, pero para no olvidarlo se ha construido una estupa que contiene unos 8.000 de los cráneos que se encontraron allí.
Aparte de la violencia institucional, las enfermedades y el hambre fueron causantes de la muerte de una gran parte de los camboyanos durante este triste período. El objetivo de triplicar la producción de arroz no se consiguió, a pesar de los trabajos forzosos, y la gente pasaba hambre mientras se exportaba arroz a cambio de armas. El final del régimen de los jemeres rojos llegó en 1979 con la invasión del país por parte de Vietnam, que pusieron un gobierno afín, pero que, por lo menos, no maltrataba a su población. Entonces mostraron al mundo las atrocidades que habían cometido Pol Pot y sus secuaces, pero al mundo no pareció importarle (especialmente a Estados Unidos y China, que debían odiar más a los vietnamitas), pues mantuvieron a los jemeres rojos como legítimos gobernantes, con silla en Naciones Unidas hasta 1993 y les apoyaron en una guerra de guerrillas que se llevó a cabo desde una zona selvática cercana a la frontera con Tailandia. El resultado: millones de minas antipersona repartidas en todo el territorio e infinidad de accidentes años después del conflicto, con miles de personas con extremidades amputadas. Mientras, los líderes de los jemeres vivían tranquilamente en la selva, donde Pol Pot murió en 1998 sin haberse enfrentado nunca a un juicio por sus crímenes. Afortunadamente, en 2007 se estableció un tribunal internacional para juzgar el genocidio camboyano, aunque hasta la fecha únicamente el encargado de la prisión de Tuol Sleng ha sido condenado.
Si alguien tiene más interés en el tema, puede echar un vistazo a este documental de La2, que es un poco antiguo, pero muy interesante: Utopía y terror: los jemeres rojos
Creo que probablemente os he aburrido sobremanera con los jemeres rojos, pero no podía escribir sobre Camboya sin contar esta terrible parte de su historia. Muchas veces me he preguntado durante mi visita cómo puede ser un pueblo tan sonriente después de todo lo que han vivido. No puedo más que pensar que eso les ha ayudado a superar la tragedia.
Me gustó mucho mi visita a Phnom Penh y cuando una buena mañana puse rumbo a Siem Reap para visitar los templos de Angkor, ya sólo me quedaban 6 días de viaje. Había llegado el momento de terminar mis aventuras y no pude hacerlo de mejor manera.